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sábado, 21 de diciembre de 2013

Risoterapia



 Creo que, la mayoría de los españoles, nos encontramos ante una situación que nos enfrenta a momentos  dramáticos, desempleos, desahucios, desesperación: la tremenda incertidumbre de no ver claro qué es lo que va a pasar.  Ante tal hecho nos empezamos a sentir desmoralizados porque es demasiado dura la situación del país.  Bien, de entrada, hay que hacerle frente. ¿Cómo? Creo que la Risoterapia puede ser una parte del remedio, algo que nos puede ayudar a enfocar las cosas con la energía que parece estarnos faltando.  Son veinte los efectos positivos que refuerzan estas afirmaciones.  Y voy a exponerlos a continuación.

  1. Tiene efecto analgésico pues favorece la producción de endorfinas en el cerebro.
  1. Elimina el insomnio, gracias a la fatiga que genera.
  1. Cada carcajada pone en marcha cerca de 400 músculos, incluidos algunos del estómago que solo se ejercitan con la risa.
  1. Favorece la eliminación de la bilis.
  1. El diafragma origina un masaje interno que facilita la digestión.
  1. Mejora la circulación.
  1. Se eliminan las toxinas.
  1. Elimina el estrés.
  1. Se limpian los ojos con las lágrimas.
  1. La risa, al hacer vibrar la cabeza, despeja la nariz.
  1. Rejuvenece el rostro al estirar y estimular los músculos de la cara.
  1. Al hacer vibrar la cabeza, las carcajadas despejan, también,  los oídos.
  1. Fortalece el corazón.
  1. Mejora la capacidad respiratoria: entra el doble de aire en los pulmones (12 litros en lugar de los 6 habituales).
  1. La piel se oxigena más gracias a la cantidad doble de aire que entra en los pulmones.
  1. Se masajean y estiran la columna vertebral y las cervicales.
  1. Se evita el estreñimiento.
  1. Baja la hipertensión ya que se relajan los músculos lisos de las arterias.
  1. Refuerza el sistema inmunológico.  Aumenta el número de linfocitos y ciertas inmunoglobulinas.
  1. Es un arma eficaz contra la depresión.
Creo, pues, que ha llegado el momento de reirse y de hacerlo con ganas. Expuestos los beneficios, vamos a hablar de la práctica.


Técnica de risa fonadora
Tirado en el suelo practica los 5 tipos de risa:
- Coloca tu mano en el abdomen.
- Inspira todo el aire que te sea posible.
- Espira mientras dices jajajajajajajajaja. (todo el tiempo que se pueda sostener)
- Repite tres veces.
- Has lo mismo con jejejeje, luego con jijijiji, con jojojojo y finalmente tres veces con jujujuju.
Cada una de estas risas favorecerá una parte de tu cuerpo.
- La risa con ja beneficia tu sistema digestivo y genital.
- La risa con je favorece la función hepática y de la vesícula biliar.
- La risa con ji estimula la tiroides y la circulación.
- La risa con jo actúa sobre el sistema nervioso central y el riego cerebral.
- La risa con ju tiene efectos sobre la función respiratoria y la capacidad pulmonar.

Ríamosnos, pues, estaremos más contentos y mejorará nuestro estado de ánimo y nuestra salud. De este modo, podremos resistir mejor, esta agobiante situación. Con mis mejores deseos

Alcalá de Henares, 21 de diciembre de 2013
No es un trabajo de creación original, es una información recogida en Internet
Franziska  



martes, 19 de noviembre de 2013

El enlace





En mi pueblo los días transcurrían con la monotonía propia de un lugar pequeño. Situado en las estribaciones de una montaña solo eran evidentes los días de niebla y los de sol, el calor y el frío. Que ni siquiera eran tema habitual de conversación entre los vecinos porque allí el clima se medía por: parece que vamos a tener buen año para la cosecha de alubias o no se va a dar bien la escanda.
 
Estaba anocheciendo y me fui con un cestillo a buscar arándanos. Los había encontrado antes y con más facilidad de lo que esperaba. De pronto, todos mis sentidos se alertaron pues llegaba hasta mis oídos un roce de pisadas cautelosas que provenía de un lugar muy cercano a mí y sin embargo, no veía a nadie. Me asusté ante la idea de que se pudiera tratar de algún animal salvaje que fuera a atacarme. El miedo me paralizó e intenté descubrir el sitio exacto en el iba a surgir lo que producía aquel leve sonido. Acababa de cumplir doce años y aunque me había advertido mi madre que nunca rebasara los límites del viejo molino cuando no fuera acompañada por personas mayores, aquel día había olvidado su advertencia entusiasmada con lo bien que se me estaba dando la recolección, y por una ladera, me había introducido monte arriba.

Apareció de pronto, estaba a escasos metros, descalzo, tenía una larga melena y una espesa barba negrísima que casi le llegaba a la cintura. Dijo con voz extraña y ronca que no me asustara. Es cierto que ver su rostro me tranquilizó, sin embargo, todavía era incapaz de articular la menor palabra.  Soy Tomás el del molinón. Tú no me conoces pero yo soy compañero de tu padre. Llevo horas esperando que aparecieras.  Él tiene fiebre y necesitamos limones y las yerbas que conoce tu abuela para curarle. No te asustes, sanará.  Díselo a tu madre pero no se lo cuentes a nadie más. Me quedaré por aquí cerca, esperando.

Así fue como descubrí el secreto mejor guardado por mi madre que nunca había querido contarme que mi padre se había echado al monte para salvar su vida.  A partir de aquel momento, quedó atrás mi vida de niña.  Siempre sola y con mi bicicleta en la que portaba un cestillo, me convertí en un enlace del que nadie llegó a sospechar. Mi padre contrajo una enfermedad que acabó con su vida. Lo enterramos en una cima: lo más cerca del cielo que nos fue posible. Sobre una peña cercana, pintamos una cruz. Aquel era el lugar donde podíamos ir a estar con él.  Según supe años más tarde, sus cuatro compañeros, a través de pasos de montaña, consiguieron llegar a Francia.

Alcalá de Henares, 19 de Noviembre 2013
Texto e imágenes realizadas por Franziska

domingo, 10 de noviembre de 2013

La prisionera








Escapar, salir de donde estaba prisionera era el único pensamiento que tenía tanto al  quedarme dormida como al despertar para, invariablemente, comprobar que seguía tras aquellos gruesos barrotes. Había conseguido aflojar uno, el que estaba más próximo a la pared, y  lo cubría con mi cuerpo durante el día. Aparentaba dormir cuando abrían la rejilla para dejarme la comida pero era solo una táctica, a la espera de un descuido de mi guardián.  Me convencí de que la noche era el momento más propicio para mi huida y por fin llegó la ocasión. Pude arrancar el barrote y salir. Escapé por la chimenea de la ventilación y mi sorpresa fue enorme cuando comprobé que no había alcanzado el exterior sino que estaba en otro lugar sin jaulas. Me dispuse a buscar la salida y los encontré allí, me llenó de terror la idea de que se pondrían a dar sus espeluznantes gritos y volverían a encerrarme. No tuve opción: su vida o la mía: tuve que estrangularlos. Conseguí escapar  y llegué al tejado. Libre, al fin. No fue complicado  alcanzar un territorio entre los árboles aunque aquel no era igual que el lugar en el que había nacido.  Recuperé la noche, la presencia de la luna y el brillo de las lejanas estrellas. Me apresté a cazar de nuevo, toda la vida corría nuevamente por mi cuerpo. Yo soy una pitón Seba,  lo tengo a gala. No he nacido para vivir en una jaula.


Alcalá de Henares, 10 de Noviembre de 2013
Texto e imagen realizados por Franziska
…………………

Este relato nace de una noticia:  DOS HERMANOS DE  CINCO Y SIETE AÑOS HAN MUERTO ESTRANGULADOS POR UNA SERPIENTE PITON



martes, 29 de octubre de 2013

Abandonada



                                        

En aquella tarde de finales del verano me dirigí al parque más próximo a mi casa. Allí me encontré una niña que sentada en el suelo se entretenía jugando con arena húmeda.  Me extrañó su soledad y la circunstancia de que ambas éramos, las únicas personas que estaban en el parque.  La niña permanecía tranquila y, al parecer, ajena a cuanto la rodeaba. Cuando quise hablarle parecía que no oía pues tampoco respondía y ni siquiera me miraba. Me quedé en un banco próximo más de una hora.  Al fin dejó de toquetear la tierra y me miró con insistencia. ¿Quieres agua? Y en un primer gesto, alargó sus manos. Sus candorosos ojos, de un gris acerado, me miraron por primera vez.  -No tengo vaso. ¿Sabes beber por la botella?  Entonces se levantó del suelo y me tendió una manita. Ah, ¿quieres pasear? Movió la cabeza. No parecía echar de menos a nadie. La niña tenía un aspecto cuidado y limpio. A medida que avanzaba con ella de la mano, se fue apoderando de mí una ternura inmensa, un amor nunca sentido, un deseo de protección, de cuidarla. Me sentí como si fuera su madre. Sin duda fue porque, a esas alturas de mi vida, mi corazón ya no soportaba más la situación de soledad en la que vivía. Aunque fuera muda  ¿Qué importancia tenía? Mejor, así no podría hablar y para justificar su presencia, ya me inventaría alguna historia. Al fin iba a tener un motivo por el que luchar.  No la merecían quienes así la trataban…

Insistentemente se oyó, durante días y días, en todas las cadenas de radio y televisión la noticia de  la desaparición de una niña que era sordomuda y a la que, según sus padres, el hermano mayor había perdido de vista unos instantes para recoger un balón. La opción del secuestro estaba servida. Si hasta esos momentos había albergado alguna duda, a partir de allí comprendí que era imposible mi marcha atrás. Los acontecimientos de aquel día marcaron mi vida para siempre. La larga cadena de errores, ocultaciones y mentiras solo acababa de empezar.  

 Para evitar preguntas, la primera decisión fue trasladarnos a otra ciudad pero siempre viví con el miedo a ser descubierta.  Por tener a aquella criatura, por ser su madre, cometí los mayores errores de mi vida y temí, durante años,  terminar en una cárcel. Siempre fui prisionera de mis actos.  Hoy tendré que enfrentarme a la verdad: mi hija acaba de descubrir que también su nombre es falso.


Alcalá de Henares, 3 de octubre de 2013
Texto e imágenes realizados por
Franziska

lunes, 14 de octubre de 2013

El seductor





Todos la vieron llegar acompañada de su chofer y de un número considerable de maletas. Era imposible no advertir que lucía, con ostentación, pulseras, anillos, collares y pendientes. El chofer esperó pacientemente a que la señora acabara de establecer sus condiciones de alojamiento y cuando ella terminó, le despidió con un aire risueño y dijo: -Alberto, descanse que mañana tendremos un día movido. Llámeme, a las ocho. Espero que la casita del pueblo le resulte confortable. ¡Hasta mañana! Se dirigió al ascensor con aire resuelto. Si quería no pasar desapercibida, lo había conseguido.

Sentado en el fondo del hall leyendo distraídamente un periódico de la comarca, estaba Sebastián Gándara cuya atractiva presencia –era un hombre muy guapo- no había pasado desapercibida a la curiosa observación de Marta: se cruzaron sus miradas y él pensó que resultaba muy atractiva; y ella, que aquel tipo parecía interesante. Sebastián creyó que había llegado el momento de vestirse para la cena.  Desde la habitación consultó si, con discreción, se podría sentar cerca de la guapa cliente. Una ocasión como esa no se podía desperdiciar y era fundamental  no perder el tiempo. 

Marta, tenía un cuerpo escultural. Sus movimientos eran elásticos y acompasados, en sus ojos brillaba una luz de extraordinaria inteligencia. Cuando bajó a cenar, vestía un traje gris oscuro, entallado, con un escote en forma de uve.  Su vestido, casi hasta los tobillos, mostraba al avanzar una abertura lateral que dejaba al descubierto sus magníficas y bien torneadas pantorrillas.  Sebastián la observaba con interés y pensó que no le iba a ser fácil abordarla. Estaba tan cerca de su mesa que se dedicó, de un modo rutinario, a dirigirle miradas incendiarias para demostrarle que le gustaba.  Ella parecía ignorarle hasta que, llegado un momento, mostró una sonrisa encantadora, al tiempo que le miraba directamente a los ojos, cuando respondía al móvil que enseguida procedió a apagar. El consideró que había recibido la primera señal de aprobación. Salió y la estuvo esperando y, con una excusa banal, la abordó. 

--Perdone, creo que nos hemos visto en alguna parte. No puedo olvidar a una mujer tan bella e interesante.  Permítame que me presente, mi nombre es Sebastián Gándara, de una antigua y bien conocida familia cántabra de Suances. Ella, sonriendo, aseguró que le recordaba a alguien que había cenado muy cerca de su mesa. Entablaron una conversación cordial y terminaron sentándose en el jardín.  Estuvieron charlando más de una hora. Las cosas habían empezado a encarrilarse con más facilidad de lo que él pensaba.  Ella, le dijo que estaba viuda desde hacía dos años y que sentía una gran tristeza por la pérdida de su esposo un industrial guipuzcoano. Tampoco tenía hijos y, siendo hija única, sus padres hacía tiempo que habían fallecido, no tenía familia. Desayunaron juntos. El chofer tuvo su primer día libre. Tres días de galanteos, besos y caricias llevaron la situación a un límite difícil de contener. Él temía lanzarse y estropearlo todo y ella se preguntaba por qué él no tomaba una decisión. Marta  le llamó y le dijo que le estaba echando de menos y que si quería acompañarla a dar un paseo por alguna de las rutas de senderismo, que pasara a recogerla.  Él aceptó con entusiasmo y en pocos minutos estaba llamando a la puerta de su habitación. Pasa, enseguida acabo en el cuarto de baño. Toma lo que quieras. Él echó una ojeada por la habitación que estaba bastante desordenada y comprobó como el armario estaba abierto, de par en par,  y también la caja fuerte. Su reacción fue inmediata. Con el mayor sigilo retiró un saquito negro de cuero que contenía las joyas de Marta y escribió en un papel: “He olvidado algo, enseguida estaré aquí, amor mío”.

Salió sin cerrar la puerta y llevando en las manos el saquito.  Se dirigió a toda prisa al lugar donde tenía el coche y acomodó su botín en la maleta de menor tamaño. Sus ojos brillaban con una intensa complacencia. ¡Qué fácil se lo había puesto! Ni siquiera había tenido que narcotizarla pero ahora no podía perder ni un segundo. Cuando iba a introducirse en el coche, se vio rodeado por un grupo de cuatro policías que, en un instante, le habían dado el alto y esposado. Con asombro, reconoció al chofer de Marta.

Marta dejó escrito en su informe del día. Por fin lo atrapamos hoy. Su rostro posee más de quince documentos de identidad falsos y su autentica especialidad ha sido siempre la de desaparecer sin dejar rastros.

Alcalá de Henares, 14 de octubre de 2013
Imagen y texto realizados por Franziska

domingo, 29 de septiembre de 2013

El tercer aviso





Marianela se había levantado aquella mañana mucho más temprano que de costumbre.  Quería llegar pronto al centro de la ciudad para realizar algunas compras.  Iba a casarse dentro de pocos días y estaba muy agitada por las responsabilidades a las que, en breve, tendría que enfrentarse.

Se apeó del autobús en la Plaza de Jacinto Benavente y enfiló calle abajo por la de Carretas.  Una característica de esta calle es la de las numerosas tiendas dedicadas a la venta de ortopedia.  Mirando de soslayo, podía ver las fajas para hernias,  bragueros, suspensorios, cuñas, piernas, brazos y manos, ortopédicos. 

Se sentía horrorizada ante estas imágenes que eran como una llamada de atención a que, en cualquier momento, podría producirse una mutilación de cualquier parte del cuerpo.  Vinieron a su mente las pelucas y los ojos de cristal y cada vez avanzaba con mayor aturdimiento hacia un gran almacén próximo a la Puerta del Sol.  Abstraída como iba, tropezó al subir el bordillo de una acera y se hizo daño en el pie derecho.  Aguantó como pudo y trató de continuar su camino pensando en el bonito traje que quería adquirir para su viaje de novios.

Las sensaciones negativas se fueron desvaneciendo y empezó a fijar su atención en los escaparates de moda femenina que ahora le salían al paso con  profusión de imágenes,  diseños y colores.  Por fin llegó a la planta cuarta.  Estuvo casi cuarenta y cinco minutos mirando en todos los colgadores y consiguió seleccionar un par de trajes que le gustaron.

Buscó los probadores, allí, una empleada dedicada al control  le asignó el número 13.   Marianela sintió que aquella compra tenía ya, de entrada, un mal agüero, no obstante, se dirigió al lugar indicado.

Abrió la puerta, soltó su bolso y colgó los trajes y empezó a desnudarse.  De pronto, como una pesadilla, sus ojos contemplaron con asombro, que en el espejo se reflejaba una pierna ortopédica. Giró la cabeza,  estaba a su izquierda: erecta, apoyada sobre la pared, con sus correas y su oquedad escalofriante.

 Durante unos instantes, se sintió muy asustada.  ¡Santo Dios!  ¿Qué significaba aquello?  ¿Quién puede abandonar su pierna, por olvido, en  un probador?  Aquella situación no encajaba.  Todo parecía tan absurdo…

Por alguna causa que no comprendía, pensó que la pierna, de  manera extraña, parecía mirarla, amenazarla y querer advertirla de un serio peligro.  Aquel artilugio estaba allí por algún motivo y éste no podía ser otro que un vaticinio: si se casaba perdería su pierna derecha: eran ya dos avisos; primero, el tropezón y, por último este encuentro… Desechó con energía estas ideas, no obstante,   se vistió atropelladamente y devolvió las prendas que pretendía comprar sin haberlas probado.

Salió apresuradamente en busca de las escaleras mecánicas.  Se sentía angustiada y confundida.  La bufanda, desnivelada sobre sus hombros,  se escurría peligrosamente hasta que, cuando estaba llegando al final del tramo, se deslizó sobre aquéllas y se enganchó con sus tacones, con tal mala suerte que Marianela, se dio de bruces contra el pavimento.  Cuando la ayudaron a levantarse del suelo, tenía la rodilla de la pierna derecha muy hinchada y sentía un fortísimo dolor.  Era el tercer aviso. Pensó.



Explicación lógica: 
Cliente de pueblo próximo a Madrid: 40 o 50 kilómetros, aproximadamente, que olvida, en un probador, la pierna de su marido que ha llevado, previamente, a arreglar y que no recuerda bien dónde ha podido extraviarla.

Conclusión:
El cerebro colabora entusiasmado en la realización de aquello que pensamos.  Es nuestro servidor más entusiasta.


Alcalá de Henares, 29 de septiembre de 2013
Texto e imágenes realizados por Franziska 


lunes, 26 de agosto de 2013

PULSION





Puede parecer una tontería pero, realmente, era un asunto muy serio: se había convertido en una pulsión.  Cuanta más comida compraba, menos consumía y más alimentos se podrían, pues era difícil acceder a todos los rincones del frigorífico.  No tenía sentido, además, mi economía no daba para grandes dispendios.  A una situación tan alarmante había llegado que mi presupuesto mensual para la compra de libros se vio devorado por el abastecimiento de víveres y, fue en este momento crítico cuando tomé la dirección del especialista, en un anuncio publicitario.

El primer día dedicamos la sesión a mi exposición del problema y me pidió, además, que le contara mi infancia y que no olvidara ninguna circunstancia, incluso me advirtió que si recordaba más detalles, después de salir de la consulta, que las anotara para no dejar de comentárselo en la próxima terapia. Bien, quiero ahorrar la prolija exposición de las sesiones y de las insinuaciones que me hacía la experta.  Nunca creí que fuera tan complicado.  La verdad es que, entre la nevera -que yo seguía rellenando con un sufrimiento próximo al paroxismo- y las minutas de la sicólogo,  mis fondos ni siquiera llegaban para comprar calzado o  algo de ropa que empezaban a lucir un deterioro preocupante.

¿De qué me servía saber que todo mi problema se había gestado en los años de mi infancia, en tiempos de extrema escasez?  Pero ¿qué tenía que ver mi vida actual con tiempos tan pretéritos?  Así, las cosas se fueron complicando más cada vez.   Comencé a acaparar en el aparador, en la despensa y hasta en los armarios de la ropa guardaba las cajas de las galletas y las latas de conservas que alcanzaban su fecha de caducidad sin haber sido usadas.  La terapia no me daba ningún resultado y aunque me advirtieron que debía tener paciencia, mi sicoterapeuta acabó por decirme que, quizás, fuera conveniente que el siquiatra me recetara algún tranquilizante y que debía visitarle.

--Entonces ¿es que estoy loca?

-- Bueno, no es eso pero, a veces, hay que buscar una ayuda.

¡Vamos, pues sólo me faltaba eso!  No sólo se llevaba una buena parte de lo que yo ganaba trabajando sino que, además, incapaz de ayudarme me desviaba a un siquiatra.  Pues hasta ahí podíamos llegar... ¡Qué no, ni hablar! Dispuesta a tomar cartas en el asunto, subí a mi despacho, preparé un plano señalando en rojo las zonas de peligro, es decir, los lugares donde se vendía comida.  Dibujé un croquis señalizando en qué puntos debía cambiar de acera y cuántos eran los metros de distancia que no debía rebasar bajo ningún concepto. Puse en práctica mi plan con una confianza ciega en que tendría éxito y al fin lograría salir de la penuria en la que me veía sumergida.

Ante esta perspectiva me sentí tan bien como casi no recordaba haberme encontrado en todos los días de mi vida.  Salía de casa mirando al frente, por la acera de la derecha y tenía que caminar unos diez metros aproximadamente, antes de realizar el primer cruce. Como me pareció que llevar la cinta métrica y medir distancias podría resultar chocante, decidí contar pasos, así es que con el croquis en la mano y contando mis zancadas -como una posesa- iba mirando al suelo y, de pronto, me trasladaba bruscamente a la acera de enfrente. De este modo dejé a más de una persona conocida, boquiabierta, porque cuando iba a saludarme me veía cruzar sin reparar en ella.  Mis compañeros, el portero del edificio, los camareros  de las cafeterías y dueños de tiendas próximas que me conocían como una persona muy sociable, no salían de su asombro.

La verdad es que el recorrido hasta mi casa era una carrera de obstáculos pues tenía que cambiarme de acera veinticinco veces y dar mil vueltas caminando por calles que antes jamás había pisado pero cuando llegué al portal me sentí  a salvo. Por fin, había pasado mi primer día sin comprar comida. Mis compañeros empezaron a extrañarse de no verme con paquetes y yo tuve que decirles que, al fin, había puesto en práctica una terapia que iba a ser eficaz. 

Un día, con el rostro desencajado, caminaba contando mis pasos pero no sé cómo fue, debí equivocarme y me encontré de pronto en la tienda de Antonio, el salchichero.  Se sorprendió al verme pero se puso muy contento: -¡Caramba, señorita!… ¿Le ha pasado algo? Llevo unos días sin verla. Dando un alarido dije: ¡No me ha pasado nada es que no quiero comer más salchichón, ni salchichas, ni jamón, ni queso, ni pepinillos en vinagre! ¿Te has enterado?  Cuando me veas, ni me saludes y si vuelvo a pisar tu tienda, te agradeceré que me eches a la calle y si no lo hago y quiero comprar, llamas a la policía y dices que tienes aquí a una loca de atar.  Y dicho esto y sin esperar respuesta salí dando un sonoro portazo y dejando al pobre salchichero confuso y llevándose las manos a la cabeza.

Cuando puse mis pies nuevamente en la calle, empecé a llorar desconsoladamente.  Estaba loca.  No tenía la menor duda.  Ante mis sollozos, los viandantes se alejaron de mí todo lo que pudieron y yo lo prefería porque no quería que nadie me preguntara qué me pasaba. Se me acercó un  agente de la policía municipal muy amable que me escuchó con atención y aunque de mis explicaciones en las que se mezclaban con mis sollozos, las galletas, los quesos caducados, con mis zancadas,   el croquis, la sicóloga, mis libros y  zapatos, mi jefe y compañeros y ¡hasta el gato de mi vecina!, no había manera de entender nada, me manifestó que se hacía cargo de todo, me rogó que me tranquilizara e incluso me dijo que, si yo quería, me podía acompañar a urgencias para que me viera algún médico a ver si me podía ayudar.

El policía era un muchacho atractivo y muy persuasivo y casi estaba a punto de decirle que sí y a darle las gracias por su sugerencia cuando sentí dentro de mí como una pantera rugiente y me abalancé sobre el primer mozalbete que pasó por nuestro lado comiéndose una rosca rellena  de crema y se la arrebaté diciendo:

¡¡¡¡-Trae acá, no tienes derecho a comer de ese modo mientras yo me muero de hambre!!!!

Excuso decir la que allí se armó.  Acabé  en el psiquiátrico, atada con una camisa de fuerza, y de este modo –a pesar de mi lucha por evitarlo- caí  en manos de un siquiatra al que no parecía afectarle que si no acudía a mi trabajo al día siguiente, me quedaría en el paro. 

Allí me tuvieron quince días y al despedirme me sorprendí a mi misma dándole las gracias al doctor Lendreras del Rosal.  ¡Llevaba todo ese tiempo sin comprar!  Al fin, lo comprendí: mi solución estaba allí y en aquel lugar debía permanecer hasta que me olvidara que existen sitios donde se vende comida.

Salí por la puerta sonriendo y feliz.  Ahora sólo me restaba idear un plan para que me volvieran a ingresar.  Está visto que hasta las cosas más difíciles se pueden arreglar.

Alcalá de Henares,26 de Agosto de 2013
Texto realizado por Franziska

  

domingo, 4 de agosto de 2013

Relatos en primera persona -serie-






Aquello me cogió por sorpresa.  Esa tarde estaba yo cerca del yacimiento arqueológico recién descubierto:  en la arboleda de los fresnos y había numerosos cantuesos florecidos que se desparramaban por la colina. Su penetrante aroma y la viveza de su florecillas rojas, imprimían en mi ánimo una imprecisa pero muy placentera sensación de libertad y hacía que disfrutase de algo muy puro que parecía emerger desde lo más profundo de la tierra.  La sinceridad que me caracteriza, me lleva a reconocer que soy una criatura mediocre que se intimida, con gran facilidad, ante hechos muy normales. Aprovecho mi tiempo de soledad para pensar en cosas inútiles y es por eso, que me parecía estar sintiendo el espíritu de los antiguos pobladores de estas tierras sin mácula: cuando aún los hombres vivían en armonía con la naturaleza. 

 A lo lejos, una figura humana se movía avanzando por el   sendero que conduce a la fresneda.  Algo en aquella persona me resultaba tremendamente familiar pero ni, por lo más remoto, se me ocurrió pensar que era Ramón, el Tato,  quien se estaba acercando. Curiosa, lo seguí con la vista. Era un lugar muy solitario porque en aquella zona no se practicaba el cultivo  de huertas ni tampoco se trabajaba todavía en el yacimiento.  Me sentí desprotegida y fue esa idea la que me hizo ocultarme en la arboleda y alejarme del sendero. Tratando de impedir cualquier movimiento que delatara mi presencia,  me senté en el suelo.  Absorta en el canto de pájaros por mi desconocidos, no me dí cuenta de cuánto tiempo había transcurrido. De pronto, apareció ante mí el rostro atezado de Ramón que dijo:

-¡Cómo te escondes!  Y con voz melosa   continuó diciendo que me sentaba muy bien la vida en el pueblo y que estaba preciosa.  Pero en aquellas palabras se percibía un tono insolente  aunque pretendía parecer benévolo.   No es que yo quiera tergiversar las cosas como luego él sostuvo ante quien quiso escucharle.  Al fín y al cabo, yo sólo era una forastera y nadie sabía cómo era mi vida en la gran ciudad… Ramón, sin embargo, tenía fama de hombre serio: buen marido y padre de familia ejemplar.

Sentía miedo.  Algo me avisaba del peligro en el que estaba.  Al alcance de mi mano hallé una piedra que recogí sin dudarlo.  Me levanté  sin decir ni una sola palabra porque mi garganta soportaba una tensión tal que no podía hablar. Sólo pensaba en poner tierra por medio y comencé a correr: aún era joven y ágil.  También él, en silencio, comenzó a perseguirme.  Justo cuando llegué al camino, me alcanzó y para entonces ya se había deteriorado completamente   su aparente conducta melosa, de su boca salían las más atroces palabras.  Yo aún sostenía la piedra en mi mano derecha.  Con una furia tremenda se abalanzó sobre mí y yo me defendí con la piedra.  Mi golpe debió ser brutal ya que ví como la sangre chorreaba de su cabeza y me soltaba dando alaridos…Corrí, corrí y corrí como nunca lo había hecho: como nunca volveré a hacerlo.  La guardia civil tuvo que subir a recogerlo.  A mí, no sé si todos me creyeron.


Cuento para el taller de las letras mágicas, leídodo el  11 de mayo de 2012
Carmen López Huerta moderó el taller. Se tuvieron que utilizar en la composición del relato las quince palabras resaltadas. Mi resultado, el que podéis leer.

Alcalá de Henares, 4 de agosto de 2013
Texto y fotografía realizados por Franziska

jueves, 11 de julio de 2013

La biopsia






Tengo que empezar diciendo que, después de leer el informe,  toda mi fortaleza moral se vino abajo. Sin embargo, pasados unos días, opté por no rebelarme contra mi destino. Acababa de cumplir cincuenta y ocho años. Estaba separado y no tenía pareja estable y a mi ex mujer ni siquiera me atreví a llamarla porque cualquier relación con ella terminaba siempre de la manera más agria.

Emprendí una vida de restaurantes de lujo que nunca me había podido permitir y para ir a cualquier parte, me trasladaba en un taxi. Pasé unos días en París y estuve una semana en Roma. Así, poco a poco, me fui gastando la mayor parte del dinero que el banco me había anticipado a cuenta del valor de mi vivienda.
 
A principios de año había comenzado a sufrir dolores abdominales: cada vez más fuertes y de mayor duración. En pocos días, el color de mi piel se tornó amarillento: lo que ponía en evidencia que estaba sufriendo una ictericia. Los dolores, sin embargo, no solo no pasaban sino que se iban haciendo cada vez más intensos. Me fue diagnosticada la presencia de una masa tumoral de cerca de 7 centímetros en el páncreas. Este tipo de cáncer es uno de los más devastadores y, como me dijeron los médicos, es actualmente incurable.


Llegué a contratar mi entierro y a dejar pagados mis funerales. A pesar de que mi tono vital era muy bajo y me sentía muy fatigado, volví al hospital cuando ya habían transcurrido los seis meses y, ante mi extrañeza, yo seguía vivo.  ¡El tumor había desaparecido!  No me he sentido más desconcertado en todos los días de mi vida. Creí que me estaba volviendo loco. No, no podía ser.

-Pero, vamos a ver, doctor. Aquí se me entregó un informe que decía que mis expectativas de vida eran de unos seis meses, como máximo.

-Sí, eso es cierto porque, en ese momento, todo encajaba. Las pruebas lo confirmaron. Sin embargo, si algunas semanas más tarde se le hubiese practicado una biopsia, se habría descubierto que, en realidad, era una pancreatitis aguda. Cuando usted ingresó en nuestro hospital, arrastraba un número importante de pancreatitis recidivantes y lo extraño fue que, en tales circunstancias, no hubiera fallecido entonces.

-No es posible. ¡¡¡Tengo que morirme!!!  ¿Lo entiende?  ¡Haga lo que quiera pero mándeme al otro barrio!  Esto era peor que el diagnóstico y todo por ahorrar una biopsia.


Tema propuesto por Antonio Muñoz:  médicos o chamanes
para "El club de las letras mágicas"

Alcalá de Henares, 11 de julio de 2013
Cuento realista  y fotografías -que no vienen a cuento-
realizado por  Franziska
Franziska   

lunes, 24 de junio de 2013

El encuentro





Aquel día hacía un calor insoportable.  Aún me faltaban treinta minutos, caminando a buen paso, para llegar a casa.  Sentía una sed acuciante.  Decidí entrar en el primer bar que me encontrara en el camino.  Inesperadamente hallé uno nuevo que ocupaba un antiguo local de tapicería.  Entré sin reparar que al fondo sonaba una música muy suave y que algunas parejas estaban bailando. Pedí una botella de agua mineral y me senté en una mesa cercana al mostrador.  No puedo recordar cómo pero, sin pensarlo, me dirigí a la pista y comencé a moverme siguiendo el ritmo que marcaba la música.  De entre las sombras, surgió él.  No podía creerlo.  Llevaba, como siempre,  su sombrero de fieltro negro y sonriendo abiertamente se dirigió a mí invitándome a bailar. Hizo una señal a la orquesta y comenzó a cantarme suavemente, con esa voz apasionada y hermosa que él tiene,  I´m your man.  Bailábamos enlazados. Su mano derecha suavemente posada sobre mi cintura dirigía el baile y yo sólo me dejaba llevar por todas las sensaciones que en aquél momento me dominaban. Algo mágico y realmente extraordinario estaba sucediendo. Al fondo y sobre el techo ví  al dios Cupido apuntándome con sus flechas doradas y sonriéndome con picardía.  ¡No era posible Cupido no es más que un mito! Pensé.  Tienen que ser consecuencias del terrible calor y de la sed que he soportado esta mañana.  Volví a mirar para cerciorarme pero la imagen había desaparecido.  Leonard, pues era él, sin ninguna duda, seguía cantando muy cerca de mi oído, mi canción preferida.  Nunca he admirado a ningún hombre mayor tanto como a él y ahora él, me estaba musitando las más bellas palabras que un hombre puede decir a una mujer a la que ama: I´m your man.

Me retuvo suavemente entre sus brazos y posó sus labios en mi hombro izquierdo. Sentí un placer inmenso y una oleada de intenso calor, algo muy semejante al fuego y creo que ese beso se grabó sobre mi piel, atravesó el tejido de mi blusa y se ha quedado conmigo para siempre.

-¿Señora, perdone, se encuentra bien?

Abrí los ojos y todavía muy confusa respondí:

-Sí, gracias, he debido quedarme traspuesta.

 No salía de mi asombro al comprobar que el sonriente camarero tenía la misma cara que el dios Cupido y que al fondo del local  no había nadie, el bar estaba completamente vacío y tampoco existía la pista de baile.  Todo había sido un bello sueño.  Pagué y me dispuse a continuar mi caminata. La impresión había sido tan real que mi cerebro tardó algún tiempo en asimilarlo.  Nunca podré aclarar que pasó porque mientras hacía el camino hacia casa sentía el beso de Leonard quemando mi piel. Y desde entonces, siempre que lo recuerdo, con mi mano derecha trato de aprisionar la sensación.  Y, además, la sonrisa de aquel extraño camarero de ojos intensamente azules, cabello ensortijado y rostro barbilampiño... Una alucinación sí pero ¿y el beso…?


Cuento realizado por Franziska el día 26/08/2012
 para “El club de las letras mágicas”
El tema, sugerido por Rocio Muñoz, un relato con personaje mitológico.

Alcalá de Henares, 24 de junio de 2013